Conocí a Antonio Montes García en 1930, cuando acababa de llegar de Argentina donde había vivido veinticinco años, y me fascinó su inteligencia. Además, sabía leer y escribir y tocaba el clarinete. Yo, Encarnación Enríquez Medina, nunca había conocido hombres que supieran de letras y, aunque era diez años mayor que yo, nos casamos en 1933 cuando yo tenía 25. Nada sabía de la vida porque mi niñez había transcurrido sin sobresaltos en Padul (Granada), en el seno de una familia de trabajadores del campo y junto a mis otros siete hermanos.
Él, acostumbrado ya a otra cultura, no se adaptaba a las labores del campo y decidimos poner una carbonería en Granada aunque no tuvimos mucha suerte y nos vimos obligados a volver al pueblo donde la mayor parte del trabajo recaía sobre mí porque aquellas duras tareas no me eran desconocidas. Vivíamos con mis padres y mis hermanos más pequeños en su casa-cueva donde en septiembre de 1934 nació nuestra primera hija, Encarnita, que murió dos años después. Y en 1936 vino al mundo Juan Carlos, mi único hijo varón.
Nuestra vida transcurría sin sobresaltos hasta que estalla la Guerra Civil. Inmediatamente, mis hermanos mayores, miembros del Partido Comunista, se marcharon a Málaga para unirse a las tropas de la República y mi marido, representante de la CNT, comunista y defensor de los derechos de los trabajadores, tuvo que huir hacia la zona republicana de Jayena, situada a 30 kilómetros de Padul. Me quedé con mis padres, mis hermanos más pequeños y dos criaturas de dos años y seis meses.
Los falangistas venían constantemente a casa para preguntarnos, a mi madre y a mí, dónde estaban mi marido y mis hermanos. Nosotras no sabíamos, siquiera, si estaban vivos. En una ocasión, yo estaba dando el pecho a mi niño y la vez que me decían que era “la última teta que le iba a dar”, me lo arrancaron de los brazos, le tiraron contra mi madre y me llevaron a rastras hasta el Ayuntamiento. Me encontré junto a otras treinta o cuarenta mujeres más, todas madres, hijas, esposas o hermanas de hombres que habían huido del pueblo. Nos tuvieron allí durante horas. Nos humillaban, se burlaban de nosotras, nos sometieron a todo tipo de vejaciones y una mujer, que era farmacéutica, se enfrentaba a ellos y les pedía dignidad. Llegó un camión y empezaron a subir mujeres. Todas sabíamos dónde nos llevaban, un viaje sin retorno. Algunas se desmayaban del miedo tan grande. Ya subidas en el camión, un falangista vecino del pueblo, dio una contraorden, “¡Bajadlas! –dijo-“Hoy no las matamos, que se vayan”!. Tal era el miedo que tenía en el cuerpo, que empecé a correr por las calles del pueblo sin saber dónde iba. Me encontré a María, a su hijo le habían fusilado hacía dos días. No sabía dónde estaba ni a dónde iba y, al verme tan desorientada, me ayudó a volver a mi casa.
En septiembre murió mi niña con dos años. No estaba mi Antonio conmigo. Todo junto, la guerra, la persecución y la vigilancia a la que estábamos sometidas, la muerte de mi niña…. Tuve que buscarme la vida como podía, unas veces pidiendo a los vecinos más pudientes y, otras, robando en el campo. Una vez, pude reunir un delantal de higos y regresaba tan contenta a casa cuando un guarda del campo, vecino del pueblo, me los tiró al suelo y los pisó. Ese día no sé qué comimos.
Un día, mientras estábamos majando el esparto en la puerta de la casa, pasó un vecino varias veces sin razón alguna. Era raro, no podíamos hablar unos con otros, no entendía qué quería. Por fin se atrevió a hablarme, a cada pasada, dos o tres palabras, “he visto a tu marido…está en Jayena…quiere que os reunáis con él…coge a tu familia y … reúnete con él en la Venta del Fraile….avisa a las otras familias…”.
¡Cuánto miedo y, a la vez, cuánta esperanza!. Como Dios me dio a entender, pasé el recado a las otras mujeres. Una noche de noviembre, con mucho frío, sin apenas ropas y casi sin comer, nos reunimos las otras familias y la mía para escapar del pueblo. Teníamos que irnos, era cuestión de tiempo que nos mataran. Había mucha vigilancia. A las doce de la noche emprendimos el viaje hacia la Venta del Fraile. Quince quilómetros campo a través. Mujeres, niños pequeños, mis hermanos, los abuelos, cuánto miedo. Se estaba haciendo de día y no encontrábamos a nadie aún. Por fin, los republicanos nos encontraron y nos llevaron a Jayena donde estaban los hombres. Allí estuvimos unos meses, en zona republicana.
Entonces, en febrero de 1937, llegó la noticia. La zona roja no era segura. Se estaba perdiendo a manos de los falangistas. La única zona todavía en manos de la República era Málaga y la costa mediterránea. De Jayena, nos fuimos a Motril situado a noventa kilómetros, a zona segura o eso creíamos.
Las tropas franquistas comienzan a ganar terreno y entran en Málaga. Cientos de personas, en su mayoría, mujeres, niños, ancianos, heridos y mutilados, emprenden la huída por la costa en dirección a Almería. Al llegar a Motril había ya miles de personas y nos unimos a ellos. Las bombas caían desde tierra, mar y aire. Los aliados de Franco estuvieron matando civiles sin piedad durante días. Era un infierno. Correr, seguir, cruzar pueblos, saquear tiendas para poder comer algo y seguir corriendo para llegar a Almería que era la única esperanza. Los muertos se apilaban en la carretera. Junto a cientos de cadáveres había niños solos llorando. ¡Cómo se endurece el corazón cuando tienes que salvar a tu propio hijo, tu vida! Aquello duró varios días y varias noches. Estábamos exhaustos, hambrientos, con frío y aterrados con todo lo que veíamos. Recuerdo a una mujer pariendo debajo de una encina mientras seguían cayendo las bombas. Me paré a ayudarla y no quiso, “¡Sigue, sigue…salva a tu hijo!”, me dijo cuando me vio con mi pequeño Juan Carlos, de seis meses, en los brazos.
Llegamos a Adra, un pueblo costero en el límite de las provincias de Granada y Almería donde habían frenado a los falangistas, y continuamos hasta la capital almeriense donde fuimos a la estación del tren y nos escondimos a descansar en varios vagones. Nos habían informado de que en el puerto se encontraba un barco de la República, el Jaime I, pero las tropas franquistas comienzan a bombardear la estación del tren donde sabían que se habían refugiado miles de mujeres, niños y ancianos. A mi pequeño Juan Carlos le escondí debajo de uno de los bancos del vagón donde nos habíamos metido y le cubrí con mi cuerpo para protegerle. Cuando cesó el bombardeo no nos dejaron salir a la calle hasta que las tropas no retiraron la cantidad de cuerpos inermes que llenaban las calles de Almería.
Entre las miles de personas que nos encontrábamos allí, el destino quiso que encontrara a mis hermanos que habían huido de Málaga ante el avance de las tropas franquistas. Ellos organizaron la situación y, unos se dirigieron por la costa en dirección a Barcelona y otros nos fuimos a la zona de Granada que aún seguía manteniendo el Gobierno de la República (Cogollos Vega, Tózar y Limones, a unos 170 kilómetros). En nuestro camino, mi familia y yo decidimos asentarnos en la zona republicana de Guadix donde nos dieron una casa-cueva y tierras para cultivar. Mientras estuvimos allí tuvimos comida, ropa, techo y un poco de tranquilidad. Antonio hizo un horno artesano y fabricaba mi propio pan. A pesar de la deuda contraída en un principio por las primeras provisiones que nos dieron y la parte que teníamos que dar al ejército republicano, lo que nos quedaba era más que suficiente para nosotros.
Al terminar la guerra, vino la orden de devolver las tierras a los ricos, regresar cada cual a su pueblo y presentarse a las autoridades. Antonio creyó que, si en vez de regresar a Padul se presentaba en Granada, no sería fusilado. Pero no era así. Le detuvieron y le llevaron al campo de concentración de Padul. Yo volví a la miseria, el desprecio y la humillación que nos esperaba en nuestro pueblo con mi hijo, mis hermanos pequeños, mis padres y embarazada. Recuperamos la casa de antes y una buena vecina nos había guardado los colchones… bueno… las bolsas grandes de tela vacías que servían de colchones si los rellenabas de pabilos, farfollas, o cualquier otra cosa que no costara dinero.
No supe nada de Antonio hasta que lo trajeron al campo de concentración. A los pocos días, le hicieron uno de aquellos juicios sin ninguna garantía, le condenaron a muerte y le volvieron a trasladar a Granada. De vez en cuando, llegaba una tarjeta donde me decía que estaba bien, que no me preocupara y que nos quería a todos. La espera era terrible. Dieron un permiso especial para que los presos recibieran la visita de sus hijos pequeños. Mi Juan Carlos tenía 5 años y mi pequeña Ana, que nació en enero de 1940, tenía solo un añito pero él no la conocía. Entraron junto a cientos de niños en la cárcel de Granada y la mayoría no conocía a sus padres o no se acordaban de ellos. Se partía el alma al verlos tan pequeños, asustados, sin entender muy bien qué pasaba. A la salida, entre los empujones y la confusión, los niños se caían al suelo, los pisaban y cada madre buscaba como loca a los suyos.
Después de unos meses, volvieron a juzgar a Antonio y, esta vez, le condenaron a cadena perpetua. Él siempre creyó que había sido algún error, porque a los que condenaron a muerte junto a él, sí los fusilaron. Lo trasladaban muchas veces de cárcel. Estuvo en Astorga, San Simón, Vigo, Gijón…
Y mientras nuestros maridos habían sido fusilados o estaban en la cárcel, las mujeres también tuvimos nuestros propios juicios. Nos llevaron al Ayuntamiento y ese día pensamos que ya sí nos iban a fusilar. No lo hicieron pero nos pelaron y a algunas les raparon la cabeza. Además, nos habían prohibido ponernos pañuelos. Era humillante. Teníamos que caminar con la cabeza agachada. No podíamos hablar entre nosotras en la calle y soportábamos como podíamos que nos señalaran y nos llamaran rojas para ofendernos. Lo hacían las mujeres de los falangistas, nuestras vecinas, o las que querían limpiar su nombre pasándose al otro bando. A veces, nuestros hijos, se enfrentaban a esas gentes que nos insultaban por la calle y teníamos que mandarlos callar. “Silencio, no digas nada, es peor”, les decíamos a las criaturas.
Antonio salió libre, pero a los dos o tres meses, se lo llevan otra vez. Otro juicio. Ahora libertad vigilada y tuvimos que esperar once meses a que firmaran la sentencia. Mientras tanto, había nacido mi Isabel. Tres años más tarde, en 1945 salió en libertad. No era un hombre, era un cuerpo sin fuerzas, enfermo. En una de las cárceles le pegaron hasta dejarle sin un ojo. Para poder comer, pedíamos fiado en las tiendas del pueblo, listas interminables de números. Todo el invierno pidiendo. Con el verano, llegaba la siega y el jornal. Pagábamos en la tienda y vuelta a empezar.
La necesidad te hace ingeniosa y cuando terminaban de trillar en la era, me quedaba yo para recoger los pocos granos que saltaban y los metía en el fondo de la cómoda de madera que llevaba cuando me casé. Así, podíamos tener un poco de harina y por tanto, pan en el invierno.
Antonio enfermó y se lo llevaron al hospital de Granada donde estuvo mucho tiempo. Yo no podía ir a estar con el y en 1953 muere solo. Yo nunca supe dónde estaba enterrado. A día de hoy, sigo sin saberlo. Ese mismo año, me ingresan a mí también y durante dos años dejo a mis hijos solos. Mi Juanito con 16 años, mi Ana con 13 y mi Isabel con 8 años. El resto de la historia se la podrá imaginar cualquiera que lea este relato. Vivir una dictadura en el bando de los que perdieron.
Nota de Encarnación Montes Morales (su nieta)
Me robaron el derecho a conocer a mi abuela. Me obligaron a no quererla con falsas acusaciones. Cuando pude comprender las cosas por mí misma ya era tarde, ella ya no estaba. Gracias a este relato me he acercado un poco más a mi abuela. Nunca pude escuchar esta historia de sus labios. Ahora, a través de lo que me ha contado mi padre, la llevaré conmigo siempre.