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Otras nietas. Historias de otras abuelas, contadas por sus nietas, a modo de homenaje a la memoria

La fortaleza de una Sabina

Tiempos convulsos, tiempos duros, tiempos de luto. Soy joven, estoy embara­zada de mi hija y Antonio, mi marido, que trabaja en el mantenimiento de la vía ferroviaria del Noroeste zona del Bierzo, sufre un terrible accidente arrollado por una locomotora y muere. Es un día de verano de 1927 y mi vida se quiebra.  Me llamo Sabina Pérez Freile y nací en 1906 en el pueblo leonés de Brañuelas aunque, cuando me casé por primera vez, me fui a vivir con mi esposo a Monforte de Lemos y, posteriormente, a La Granja de San Vicente, en la comarca de El Bierzo.

– Hija tienes que rehacer tu vida, me dicen mis padres.

-¡Qué va a ser de tu vida, tu sola  y con una niña recién nacida! Tienes que rehacer tu vida, me dicen mis hermanos.

-Tus padres no van a vivir siempre, tienes que rehacer tu vida, me dicen las vecinas.

¿Qué es rehacer mi vida? Está muy claro, encontrar a un hombre que quiera casarse conmigo, que me cuide y me proteja, y que acepte a mi hija. Yo tenía sólo 20 años.

Y encuentro  a ese hombre, me caso con él y me voy a vivir a su pueblo, Oliegos. Protegido por el monte San Bartolo,  regado por el río Tuerto y con un clima benigno. Y descubro un refugio donde curar mis heridas. Hago las tareas  de casa, acompaño a mi marido en el campo (siembra de patatas, recogida de fruta, siega de la hierba,…) y pastoreo las cabras y las vacas por brañas y majadas. Pasan los años y esos quehaceres cotidianos van mitigando la tristeza  y la nostalgia de todo lo que he perdido.

Comparto ese refugio con mi marido, un hombre trabajador, rudo, veinte años mayor que yo y que algunos domingos, cuando  va a la cantina, suele empinar el codo, pero bueno, parece que los hombres necesitan esa clase de distracción. Mi hija puede ir a la escuela de niñas en el pueblo lo que es una alegría para mí porque yo tuve que dejarla muy pronto para lavar carbón en la mina. En mi pueblo estaban los lavaderos a los que llegaba el mineral, en carros tirados por bueyes, desde Almagarinos donde se encontraban las minas. Tras ser lavado, se cargaba en el ferrocarril para transportarlo a su destino.

Mientras que las niñas asistían a la escuela del pueblo, los niños se desplazaban hasta la escuela de Villameca, lo que siempre pensé que fue peor para ellos hasta que mi nieta me dijo un día:

Abuelita, ¡Qué privilegio tuvieron esos niños! Estudiar con el Sistema  de la Institución Sierra Pambley!

No entendí la explicación que me dio, pero  ¡Si ella lo decía! Luego me contó que la Institución Sierra Pambley estaba vinculada a la Institución Libre de Enseñanza y tuvo como patronos a Germán Flórez y su sobrino Juan Flórez Posada. Es decir, lo que yo, en su día entendí como una desventaja para los niños porque tenían que desplazarse a otro pueblo, era realmente un privilegio que no tuvieron las niñas. Nada menos que poder estudiar con los principios de la Institución Libre de Enseñanza.

Compartí también ese refugio con mis vecinos en  las noches de invierno reuniéndonos en “calechos” o “filandones”* en verano tomando el fresco a las puertas de nuestras casas.

Y llegaron los tiempos terribles de la guerra y ese refugio compartido se tambalea. Un viento desolador se cuela por todos los rincones y arrasa nuestras vidas. No sé por qué, pero el miedo siempre llegaba por la noche porque durante el día teníamos bastante con estremecernos ante el ruido de las bombas que llegaba procedente del cercano frente de Asturias. Aún así, dimos gracias por no pasar hambre, seguir cultivando nuestras tierras y atendiendo los pocos animales que teníamos para subsistir, aunque la necesidad me hacía remendar la ropa una y otra vez. A pesar de ello, yo sólo pienso en levantarme.

Y no sabía que lo peor vendría después y que Oliegos estaba condenado a desaparecer ahogado por las aguas del  pantano de Villameca. Y así, un 28 de noviembre de 1945, junto con las demás familias, cargamos en carros nuestras  escasas pertenencias y lo abandonamos con  el dolor de una orfandad. Salimos de Porqueros en un tren especial, iniciando un  peregrinaje agotador. En Astorga parada y aplausos, en León  paseíllo con cánticos por sus calles y discursos de las autoridades antes de poder descansar. Al día siguiente, vuelta al tren  hasta Valladolid y  allí otra vez discursos y parabienes antes de subir en varios autobuses. Y llegamos a un solar  donde sólo quedaban unas casas viejas  y abandonadas y  que resultaron ser nuestras viviendas durante años. Todo era descorazonador. Un clima frío, un paisaje árido y unas tierras sin apenas vegetación.  Fueron unos tiempos tan amargos  en los que nos vimos envueltos que solo me quedó vivirlos con verdadera resignación. Nos obligaron a dejar nuestra amada tierra leonesa para instalarnos en un lugar –Foncastín- que no conocíamos y que no reunía las condiciones mínimas de habitabilidad pues no tuvimos una verdadera casa hasta cinco años después por lo que nos vimos obligados a alojarnos en las caballerizas y corrales semiderruidos de lo que había sido la antigua finca del Marqués de la Conquista, vendida al Instituto Nacional de Colonización (INC).

Este organismo  fue el responsable de construir el  nuevo pueblo, que habitamos  en el año 1950. Pueblo con  casas blancas, calles rectas, una  plaza con soportales y en ella  la iglesia donde una pintura cubre toda la pared junto al altar (ni me gustó, ni entendí). Pero un día mi nieta me dijo:

-“Abuelita, ese mural fue obra de un joven  muralista, contratado junto con otros  por el INC, para pintar, a modo de retablos, la mayoría de las iglesias de los pueblos de colonización y que llegaron a ser muy conocidos.”

Trabajamos como burros durante años para  hacer productivas estas tierras, casi todas  de secano, sin saber cultivar algunos de  los productos que aquí se daban y sin estar  acostumbrados a trabajar tan grandes extensiones. Casi no crecían los árboles frutales y, para calentarnos, la leña de pino ¡qué diferencia con la de los tuérganos, robles o castaños…!

Y en este andar por la vida, perdí a mi segundo marido y a mi única hija de una leucemia con 33 años. Pero yo sólo pienso en levantarme.

¿Abuelita cómo vivías en Oliegos?, ¿Donde vivías antes?, ¿Cómo fue vuestra vida  en las casas viejas?

Mi nieta me agobiaba con sus preguntas. Casi siempre le contesté con evasivas o con la respuesta: “ ¡no me preguntes por tonterías!” Tonterías,…y era una manera de decirle, “Prefiero no hablar,  hablar es recordar  y el recuerdo me hace sufrir.”

Y ya siendo mayor un día va y me pregunta:

– ¿Tú conoces el árbol  la sabina?

– No, le contesté, pero ¿porqué me lo preguntas?

– Tú te llamas Sabina, me dijo.

– No sabía que existía un árbol con ese nombre.

– Yo tampoco. Lo he sabido hace poco. ¿Sabes? Es un árbol que crece en zonas áridas y climas extremos y siempre se adapta a esas condiciones, trepa por las laderas, se arquea siguiendo la orientación de los vientos que lo agitan, y resiste años y años a todas esas inclemencias. La sabina es una verdadera superviviente ante las adversidades. Abuelita, tú eres como las sabinas, con  tu fortaleza  has resistido todas  las  dificultades que la vida te ha enviado.

Esta vez  pensé que no estaba diciendo una tontería y solo supe contestarle:

-No entiendo muy bien lo que acabas de decirme,  pero me gusta que me hayas
comparado con ese árbol que tiene mi nombre.

*Reuniones de vecinos donde se contaban leyendas, historias y se mantenían conversaciones sobre el día a día del lugar

 

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Un relato escrito por:

Teresa Pérez Álvarez
Sabina Pérez Freile
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