Tenía unos dos años, llegué con lo puesto en un coche junto a otras dos niñas en plena guerra civil. Era tan pequeña que las hermanas de aquella casa (quizá Hijas de la Caridad) me cogieron en brazos como a una muñeca. Así me lo han contado porque yo, lógicamente, no tengo recuerdos de aquel momento ni de ningún otro que logre situarme con mis padres, algún hermano o hermana, cualquier otro familiar, un hogar, una calle, un pueblo o una ciudad.
Me dijeron que corría el año 1937 ó 1938, tampoco puedo fijar una fecha con exactitud, pero lo que mi mente aún recuerda fue aquel colegio del Amor Misericordioso de la localidad riojana de Alfaro donde me crié. Siempre me llamaron Vicenta Ruiz Orión aunque esta filiación tampoco está demasiado clara como también continúa siendo una incógnita mi lugar nacimiento y mis padres. Nunca he tenido una identidad real.
En aquel colegio de Alfaro viví varios años y contemplaba con desánimo cómo algunas familias venían a recoger a sus hijos. Éramos muchísimos y a algunos que no tenían ninguna identificación, se los llevaban por el parecido físico con quienes podían ser sus familiares. Otros, como yo, nunca fuimos reclamados y nos quedábamos pensando que, la próxima vez nos tocaría a nosotros. Pero no fue así. Nunca vinieron a por mí. Lo único que escuché a mi alrededor era que debía de proceder de gente rica por lo bien vestida que había llegado y algunos rumoreaban que yo era hija “del rojo” pero nunca he sabido la verdad.
Y en aquel colegio estuve hasta que, con siete años, una familia me adoptó y cambió mis apellidos. Estaba contenta porque, por fin, iba a tener un hogar. Pero mi alegría duró poco porque tuve la mala suerte de que aquellos padres adoptivos no vieran en mí una pequeña necesitada de cariño sino mano de obra casi esclava para trabajar en sus tierras. El hambre y los duros castigos fueron mi día a día.
Vivíamos en un caserío porque mi padre adoptivo era pastor y con sólo diez años me mandaban con un borrico cargado de queso, huevos y leche para vender en distintos pueblos de la comarca. Aquellos desplazamientos duraban varias horas por caminos desiertos en los que pasaba mucho miedo. Para distraerme y conseguir que el pánico no me paralizara, cantaba y cantaba para ahuyentar mis pensamientos y conseguir que el camino se me hiciera más corto. A veces pensaba también en el trozo de pan con aceite que me tenía guardado mi vecina para merendar porque sabía que mis padres adoptivos me mataban de hambre. Y en esas largas caminatas, muchas veces me encontraba a un joven trabajando en el campo que me observaba con atención. Años después, se convertiría en mi marido.
El hambre, los duros trabajos y los castigos convirtieron mi vida en un infierno. Lejos de recibir amor y cariño sólo encontré en aquella familia desprecios y malos tratos por lo que decidí regresar al colegio. Pero volvieron a por mí haciendo valer sus derechos de adopción y tuve que regresar. De nuevo me enfrenté a los duros trabajos. Tenia que lavar mi cuerpo con agua totalmente fría, ponerla la ropa bien estirada debajo del colchón para que no se arrugara y, si alguna vez tenía la desgracia de orinarme en la cama, el castigo era permanecer con el colchón en la cabeza hasta que se secara. A los malos tratos físicos había que unir el hambre y, aunque la familia recibía por mí una paga de orfandad al ser, supuestamente, una huérfana de guerra, nunca recibí un céntimo. Años después les reclamé ese dinero pero sólo me devolvieron la mitad.
La situación era insostenible con aquella familia y muy joven me fui a servir. Me quité sus apellidos y recuperé aquellos que me pusieron en el colegio. También decidí que mi fecha de nacimiento iba a ser el día que abandoné aquel centro, el 28 de octubre. Ningún papel tenía que pudiera acreditar mi identidad pero nunca quise llevar la filiación de aquellos que tanto me hicieron sufrir. Al fin y al cabo, tampoco eran “mi familia” y nada les debía.
Poco a poco fui ahorrando para poder ir haciendo mi ajuar pues aquel joven que se llamaba Pedro, que me observaba mientras trabajaba en el campo cuando yo pasaba con el borrico cargado de viandas para vender, se había convertido ya en mi novio.
Veinte primaveras tenía yo cuando decidimos casarnos pero aquello se convirtió en otro problema. El cura me dijo que no podía darnos el sacramento porque ni estaba bautizada ni tenía documentación alguna. Se pusieron en contacto con Tarazona, localidad de la que dependía administrativamente Alfaro, pero las pesquisas fueron infructuosas por lo que el cura se negaba a casarnos. “Pues bien –le dije a aquel sacerdote- si usted no nos casa, nos iremos a vivir juntos sin ninguna bendición”. En aquella España franquista, de misa diaria y con una Iglesia que se había convertido en el brazo moral de la dictadura, mis palabras sonaron casi como una herejía. El cura se echó las manos a la cabeza y tuvo que pedir a Roma permiso para bautizarme y casarme bajo condición.
Mi vida cambió completamente a partir de ese momento. Por fin la suerte me miraba de frente y no pude elegir hombre más bueno, honrado y trabajador. Continué sirviendo y ayudando a mi marido en las labores del campo y poco a poco fuimos ahorrando. Al año llegó mi primer hijo, y después el segundo y más tarde una niña y un niño mellizos. Nunca nos separábamos, siempre íbamos los seis juntos, trabajábamos mucho y después de varios años conseguimos poner un pequeño negocio. Di a mis hijos todo el amor que yo no tuve de pequeña.
El negocio fue creciendo poco y hoy da trabajo a varios de mis hijos después de que mi marido falleciera hace unos años. Sin embargo, la pena de no saber quién soy me ha acompañado siempre. Aún hoy, con 86 años sigo pensando que es posible encontrar algún lazo familiar que me devuelva a mis orígenes y pido que si alguna persona que lea este relato puede ayudarme se ponga en contacto conmigo para evitar que abandone esta vida sin poder reconocerme en alguna fotografía, en alguna ciudad, en alguna casa familiar y sin conocer la historia de mis padres.
Nota de Estrella
Creo que mi abuela tiene derecho a conocer su identidad y a quitarse esa pena que lleva en el alma desde hace 86 años. Pero necesitamos ayuda para saber dónde investigar, a quién acudir, dónde encontrar las herramientas necesarias para conseguir esclarecer el origen de mi abuela. Tenemos un puzle y no sabemos cómo encajar las piezas. También queremos dar las gracias a las autoras de Nietas de la Memoria por brindarnos la oportunidad de contar la historia de mi abuela.
Hemos recurrido a una prueba de ADN y tenemos una coincidencia muy positiva que la sitúa en Castilla León y pedimos y deseamos que la familia colabore en esta búsqueda. Yo, Estrella, seguiré buscando los orígenes de mi abuela a la que admiro y quiero con locura, por esa mujer que es una superviviente y supo caminar sola en este mundo . Te quiero abuela.
Hola Estrella, habras contactado el colegio , parece que todavía existe, por si tienen archivos de esa época y si ya no la tienen, contactar el diócesis correspondiente.
Un beso a tu abuelita
Esta historia me sobrecoge y me interesa.
Que belleza de historia yo trato de armar mi árbol genealógico sobretodo me interesa conocer la familia Brull, catalana ya que desconozco todo de la familia de mi abuelo paterno. Solo me imagino el.sentimiento de desconocer mis orígenes y ha de ser muy triste. Ojalá los encuentre.
El Señor sí conoce los orígenes de la abuelita Vicenta. Lo importante es cómo ella se sobrepuso a la adversidad y todos sus descendientes la aman tanto. Si oramos con fe, el Señor les hará saber mucho, antes de que ella deje su cuerpo…abrazos.