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Otras nietas. Historias de otras abuelas, contadas por sus nietas, a modo de homenaje a la memoria

En la frontera

Lo único bueno que tienen las fronteras
son los pasos clandestinos.
(Manuel Rivas, El lápiz del carpintero)

A la memoria, y por la memoria, de Casilda, mi madre.

 

En el tren, mientras viajábamos desde Barcelona, habíamos oído decir que los aviones fascistas disparaban contra la gente que huía hacia la frontera. Por eso, ahora que ya íbamos a pie, el maestro se esforzaba para que todo el grupo de niños nos mantuviésemos unidos y caminásemos bien pegados al borde de la carretera, en fila, de dos en dos, cogidos de las manos. Yo sabía muy bien lo que significaba el ruido de aviones.

Durante el viaje, los niños que ni en esas dejábamos de serlo disfrutamos de lo lindo en cada estación. Escondíamos el miedo entre las risas de los otros, sacábamos las manos por las ventanillas para saludar a la gente que se apiñaba en los andenes. Unos porque querían subir al tren, otros solo estaban allí para recibirnos. Nos ofrecían pan, agua, fruta y hasta alguna chuchería que tomábamos como regalos preciados, y comíamos y bebíamos con ganas porque teníamos hambre y sed. ¿Cómo te llamas, guapa?, Casilda, ¡Mucha suerte, Casilda, qué Dios te bendiga y te proteja! lanzábamos nuestros nombres al aire gris de la mañana y un enjambre de manos, como mariposas, aleteaban hasta que la estación se perdía de vista.

Hacía ya casi dos años que nos habían sacado de Madrid para llevarnos a Barcelona donde todavía no había bombardeos. Desde entonces, si no fuese porque echaba de menos las visitas de madre los domingos, había estado bien. El matrimonio que me acogió cuidaba de mí, iba al colegio y ayudaba en las tareas de la casa. Por edad, podrían haber sido esos abuelos a los que no recordaba. Eran gente austera, un poco ásperos, también madre lo era. Estaban en vilo con las noticias del frente de Aragón en donde estaba su único hijo. Yo no echaba en falta los mimos, después de tantos años en el colegio había aprendido a vivir sin ellos. El viejo decía: la niña es callada, pero alegra la casa, ¡collons! La guerra avanzaba, también llegaron a Barcelona las horas de espera en los sótanos del metro, pendientes de ese sonido metálico que rasgaba el cielo y, después, de las explosiones, de los sollozos y las oraciones. ¡Válgame dios, esa ha sido bien cerca!

Por eso, también nos sacaron de allí, esta vez para cruzar la frontera.

Los niños cargábamos con las pocas cosas que teníamos en nuestras maletitas de cartón, todas iguales, a rayas marrones oscuras y claras; nos las habían dado en donde el socorro infantil. Yo me las apañaba para sujetar la maleta y a mi Mariquita Pérez, el único tesoro que había traído de Madrid regalo de madre.

Había mucha gente esa tarde en la carretera de tierra que unía la estación de Portbou con la frontera francesa. Veía como los vehículos destartalados, sobrecargados de personas y de trastos, se tambaleaban. El movimiento de oscilación los convertía en algo casi gracioso, pero hacía temer por su estabilidad. A su paso, el aire se cargaba de un humo negro y maloliente que nos hacía toser. Yo, como llevaba las dos manos ocupadas, no podía tirar hacía arriba de la bufanda para taparme la boca como hacían otros, así que ponía cara de asco y sujetaba el aire en los pulmones hasta que la peste se iba. En los bordes de la calzada, diseminados por el camino, iban quedando como cadáveres los equipajes abandonados. Algunos de los niños cuando no podíamos más también tirábamos cosas.

Ya casi podíamos ver el puesto fronterizo cuando apareció el avión. Lo sentimos entre las nubes antes de verlo, por encima de nuestras cabezas. Reaccionamos con rapidez a los gritos del maestro y nos tiramos al suelo. Ni siquiera vimos los charcos en la cuneta. Algunos gritaban, otros lloraban bajito, como para que los aviones no notasen su presencia. Me agarré con mucha fuerza a la mano del niño que iba de pareja conmigo, uno más pequeño que yo, él se pegó a mi costado. Tranquilo, no pasa nada, repetí para él el mismo mantra que había aprendido en las noches del suburbano.

Fue una sola ráfaga que duró apenas unos segundos; después, nadie se atrevía a moverse. Levanté un poco la cabeza y vi al maestro. Me miró y sonrió. A veces, me sonrojaba; era tan joven y distinto a las monjas de Madrid. Cuando sonreía, le brillaban los ojos y a mí me daba vergüenza.

Antes de llegar a la frontera el amago de ataque se repitió dos veces más, y dos veces más tuvimos que tirarnos al suelo y mojarnos la ropa con el agua de los charcos.

Llegamos a la aduana. Había mucho barullo allí. Un hombre armado que parecía ser el que decidía quién pasaba y quién no, apoyó su fusil en el hombro del maestro y le detuvo. Tú no, dijo, tú te quedas. Los niños tuvimos que continuar solos. Nos pegamos mucho más los unos a los otros. Seguimos caminando, sin romper el orden que había marcado el maestro, por ese terreno neutral que llaman tierra de nadie hasta el otro lado. Los que iban con nosotros intentaban animarnos. Una mujer con un bebé arropado en una manta en los brazos y el abrigo lleno de jirones me acarició la cabeza, me revolvió el pelo despeinado y lleno de enredos. ¿Cómo te llamas?, me preguntó, Casilda, respondí, Alégrate, Casilda, mira, ya estamos en Francia. Aunque, por más que la busqué, no encontré nada de alegría en su cara. Lo mirábamos todo con curiosidad, éramos niños. Algunos lloraban de miedo y cansancio.

Allí fue cuando me di cuenta de que no llevaba la muñeca; en el desconcierto de los ataques debí de olvidarla en la cuneta. Miré hacia atrás, las nubes ya se habían teñido de rojo y, al fondo, vi las puntillas blancas de un trocito de mar; nunca dejaba de sorprenderme ver el mar. Apreté la mano del niño y sentí la presión de la suya. Pensé que, después de todo, ya no tenía edad para jugar con muñecas.

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Un relato escrito por:

Marga Montes
Casilda
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