Me llamo Francisca Zaitegi Ceciaga. Nunca pude contar todo lo que pasó. Nos metieron el miedo tan adentro y lo hicieron tan bien que, aún pasados tantos años, nunca me atreví a hacerlo en voz alta. Tenía solo treinta años cuando me arrebataron su vida. Él había cumplido 36. Se llamaba José Antonio Urionabarrenetxea Isasmendi.
Teníamos cuatro hijos de diez, siete, cinco y tres años. Tres niñas y un niño. Vivíamos en Mondragón y mi marido trabajaba como responsable de compras en la Unión Cerrajera, una empresa importante, ya entonces, del País Vasco. Había viajado varias veces por trabajo a París y otros lugares del extranjero.
Yo pertenecía al grupo de mujeres del PNV “Emakume Abertzale Batza”. La asistencia social, la cultura, la divulgación del ideario nacionalista y sobre todo la formación fueron, entre otras, las principales tareas que teníamos. Muy pocas de nosotras estábamos casadas. Yo participaba yendo por los caseríos haciendo propaganda en las elecciones. También mis hermanas estuvieron organizadas en “Emakume Abertzale Batza”. Con cuatro hijos y aunque con ayuda, tenía poco tiempo, aunque para la Agrupación de Mujeres siempre estaba dispuesta.
Pero en el mes de noviembre de 1936 nuestro futuro se rompió. Mi marido fue detenido por la Guardia Civil y ya no volví a verle. Ni vivo ni muerto. No supe los motivos por los que se lo llevaron. No los había. Nos dijeron que le asesinaron la noche del 5 al 6 de noviembre en las tapias del cementerio de Oiartzun, después de una saca de la cárcel de Ondarreta. Todavía no hemos podido encontrar sus restos.
Mi familia materna, en la que me refugié, perdió la tienda que teníamos “requisada por el requeté”, mis hermanas tuvieron que limpiar las cuadras de los militares sublevados y se nos prohibió entrar a rezar en la Iglesia. La tristeza y el luto se nos negó. Hasta se colocó un bando en el tablero de anuncios del ayuntamiento: “todas aquellas personas que prodigaran rumores alarmantes sobre la muerte de los detenidos serán castigados severamente”. No podíamos decir que le habían matado. Ser viuda de un fusilado o mujer de un detenido era motivo de humillación pública. Había quienes no nos devolvían el saludo por miedo a represalias. Nunca pude pedir justicia, protestar contra el asesinato o llorar en público a mi marido ¡Qué miedo, qué terror pasamos!
Mis dos hijas mayores tuvieron que madurar rápidamente para ayudar en casa y cuidar de sus hermanos pequeños para que yo pudiera moler harina en un molino, hacer candados de ferretería y cualquier trabajo que nos permitiera salir adelante.
Cuando pasado un tiempo mis hijas e hijo volvieron al colegio tuvieron que desenvolverse en un idioma, el castellano, que no conocían bien prohibiéndoles hablar en su lengua materna, el euskera; mis hijas llegaban del colegio llorando porque se rezaba por los padres de las alumnas que habían muerto en el frente y siempre echaron de menos que las monjas lo hicieran también por su padre. Mi hijo era castigado por hablar en euskera y debía llevar unas pesas en las manos que traspasaba a otro compañero cuando oía que no hablaba castellano.
¡Siempre con miedo! Y ese miedo ya no era solo mío; ese miedo lo heredaron mis hijos. Por eso no hablaba de ello en casa ni tan siquiera con el paso de los años. Salimos adelante; unas hijas y un hijo responsables y trabajadores que me ayudaron a vivir pero que no pudieron disfrutar de un padre que tanto les quería. Siempre he estado muy orgullosa de ellos y de las familias que han formado. Pero a mí me rompieron la vida aquel noviembre en el que lo asesinaron. El silencio obligado fue uno de los castigos que nos impusieron; un silencio que asumí por miedo y que me ha durado toda la vida. Al silencio y al miedo tengo que sumar el dolor de haber tenido que superar todas estas vivencias teniendo siempre presente lo que sucedió. Como otros muchos, mi marido murió prematuramente, asesinado. Nunca ha podido ser despedido ni reconocido. Su “desaparición” siempre ha estado presente y no poder enterrarlo ha sido un dolor permanente.
Pero ahora sé que mis nietas se encargarán de averiguar por qué mataron a su abuelo y tratarán de encontrar sus restos. Dicen que será la familia quien decida donde enterrarle con dignidad y no quienes acabaron con su vida. Quieren poder nombrarle y reivindicarle. Sacarle del olvido en el que le sepultaron. Las oigo decir que me lo prometen y las mujeres de mi familia somos fuertes y valientes. Con eso me basta para saber que lo harán.